Manuel: “Empecé a consumir drogas cuando tenía alrededor de diez o doce años. Fue por curiosidad y esa curiosidad me llevó a convertirme en un adicto. Comencé fumando cigarrillos, luego probé marihuana, alcohol, pastillas y cocaína.
Cuando tenía catorce años, el consumo ya no era una curiosidad, sino un hábito, una rutina. Así estuve hasta los dieciocho.
Dejé los estudios, perdí el trabajo y mi familia ya no confiaba en mí porque toda la plata que llegaba a mis manos la utilizaba para comprar drogas. Me iba por dos o tres días de mi casa y consumía cada vez más.
Cuando tenía dieciséis años, tuve mi primera sobredosis de pastillas. Para mí eso era algo nuevo, era como una broma. ‘Son cosas que pasan’, yo decía. En esa oportunidad fui a parar al hospital y estuve a punto de perder la vida.
La segunda sobredosis que tuve fue de cocaína. En ese entonces, mi mamá ya conocía la Iglesia Universal. Me invitó durante tres años, pero yo no quería saber nada con buscar ayuda porque creía que podía dejar las drogas cuando yo quisiera. Pensaba que tenía el control de la situación, pero estaba muy equivocado.
En una de esas invitaciones, me acordé del momento en el que estaba tirado en el suelo a causa de una sobredosis. Entonces, decidí participar de las reuniones de la iglesia. Al principio, no entendía muy bien de qué se hablaba, pero yo salía diferente, con otra manera de ver la vida. Entendí que yo estaba equivocado. Fue en ese momento que empecé a dejar las malas amistades y fui libre de las drogas”.