“La víspera del año 2014, nos preparamos como todas las familias, como de costumbre fuimos a ver los fuegos artificiales. Esa noche, le di el abrazo de año nuevo a mi esposo y le dije: “Isaac, este es el último abrazo que yo te doy, porque decidí que no quiero vivir más contigo”. Yo había decidido la separación porque mi esposo era excesivamente trabajólico.
Cuando pololeábamos, él siempre me dio mi lugar, era cariñoso y un hombre de detalles, pero al formar la familia, sólo se dedicó al trabajo, llegando a dejarnos de lado. Para evadir discusiones importantes él se iba a trabajar y volvía tarde. Y con el tiempo eso me cansó. Llegué a guardar muchos sentimientos negativos contra él, a veces, por las noches pensaba cómo matarlo, pero luego pensaba en nuestro hijo.
Me sentía muy sola.
Él sólo vivía para el trabajo, no faltó nada en la casa o a nosotros, pero faltó mucho por otro lado.
La relación era cada vez más distante, a veces se quedaba la noche en el trabajo y llegaba a dormir un rato para volver al trabajo.
Para mi esposo fue duro, escuchar sobre la separación, pues, para él estaba todo bien, porque proveía y no nos faltaba nada, pero faltó lo más importante que era su presencia y atención. El poder sentarnos y conversar o el cuidado de pareja.
En ese momento, cuando estuvimos al borde de la separación él entendió dónde había fallado y me pidió unos meses para buscar dónde irse.
Un día, viendo la televisión me llamó la atención un programa, pues, a parte del problema en el matrimonio yo era depresiva, y enfermé tuve apnea del sueño y tuve cáncer. Estuve dos semanas asistiendo la programación hasta que invité a mi esposo. Así llegamos a la Universal.
Nuestras vidas cambiaron a través de la obediencia a Dios y la práctica de la fe.
Aprendimos a cuidar de nuestro matrimonio, mi esposo se corrigió, e incluso se independizó y pasó a ser un hombre ejemplar en todos los sentidos y a cuidarme como yo necesitaba.
Hoy, yo amo a mi esposo, somos amigos, compañeros y un gran equipo juntos. Renovamos nuestros votos en el Altar de Dios, en la Terapia del Amor.
Además, como todo lo que Dios hace es perfecto yo vencí el cáncer, ya no tengo apnea del sueño y superé la depresión. La bendición más grande que recibimos fue la Presencia de Dios en nuestro hogar. Al tener la dirección del Espíritu Santo uno aprende a perdonar, aprende a cuidar y aprende a valorar. Uno aprende a reconocer sus errores y corregirse y tenemos la paz que sólo Dios da, la alegría que no se puede explicar y la dirección para enfrentar las dificultades. Hoy nuestro hogar es un pedacito del cielo, disfrutamos de nuestro hijo, de nuestra yerna y de los nietos”. Patricia e Isaac.
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