Estaba enferma, andaba en silla de ruedas y me iban a amputar un pie. Tenía dos hijos para criar y vivíamos en una casa muy pobre, en medio de ratones.
Dormía con hambre y para que mis hijos no pasaran hambre, les daba leche aguada.
Llegué a la iglesia Universal pidiendo una canasta familiar, pero me ofrecieron mucho más que eso. Al participar en las reuniones y usar mi fe, fui bendecida, sanada y prosperada.
Ya tengo tres casas propias, mis hijos crecieron y están bien.
Hoy soy mi propia jefa, pero eso no es nada, comparado a lo que gané al recibir el Espíritu Santo, pues, cuando ponemos nuestra vida en el Altar, Dios no nos queda debiendo nada.
El Espíritu Santo me guía y capacita. Ya estoy trabajando muy animada en un nuevo negocio.
El Altar no está en cuarentena, quien quiere esa vida de Dios, puede obtenerla a través de su fe. Patricia